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El estado contra la nación

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En el final está el origen. Todo gira hasta que para.

    Rasgo es de los finales de ciclo la repetición cansada o paródica de lo que fue inicio. Los sistemas  políticos evolucionan desde sus propias estructuras, giran sobren sí mismos, se envuelven  como rodillos de amasar y son empujados sobre la masa humana según un bamboleo dirigido por las fuerzas que constituyen su materia política.  Cuando  la reserva  de energía  del sistema  se ha agotado y el veneno se extiende por  todo el cuerpo político, podemos decir que el sistema está al final de un periodo y que las fuerzas que impulsaban su quehacer ya están quebradas.

   Con el velo de la apariencia rasgado,  el escenario de la representación  se puebla de figuras fantasmales, apenas veladas por una luz cenicienta que desdibuja el contorno inseguro de sus vergonzosas estampas. Sin embargo, un sonido chirria por el calamitoso hemiciclo: es el sordo rechinar de las cadenas de sus trayectorias particulares. Un son que acompaña cualquier aparición, porque  ninguno se encuentra a salvo de la risa desdentada del adversario.

     Cuando eso sucede, el Estado se muestra como enemigo de la Nación. Los resortes impúdicos de sus ambiciones particulares quedan desnudos ante la mirada primero pasmada, luego indignada, por fin lúcida, de la Nación entera. Nada más ridículo que ver tanta desnudez con tantas siglas de partidos diferentes. Ese es el  precio de un sistema político de cooptación. Apenas iniciado ya se vislumbra el cierre. La dinámica del Estado de Partidos por su propia estructura  excluye a las inteligencias libres y de voluntad autónoma, las expulsa fuera de su ámbito al negarles la pugna competente por el liderazgo, y al pudrirse por dentro derriba los propios cimientos sobre los que constituyó su dominio, creando así las condiciones para un cambio de sistema, que sólo puede ser democrático si la sociedad decide recorrer el camino de la ilustración enérgica donde la libertad sea el principio constituyente.

                                          II

   Ciertamente, al comienzo de la transición fueron puestas en acción vigorosas fuerzas oligárquicas, bajo el disfraz de la terminología al uso y a usanza de nuestros vecinos europeos. Pero ya han cumplido con su  destino  político.

    También entonces proliferaban los partidos pequeños. Idealistas unos, débiles otros, oportunistas la mayoría, que se fueron cobijando bajo las axilas denominadas izquierda y derecha y que dieron lugar a los dos grandes que hoy se deshacen ante la mirada toda de la Nación.

   El sello característico al régimen se lo dio la victoria socialista que luego prolongaron los populares. Los casos de corrupción socialista no acabaron con el sistema porque todavía quedaba por ver en el gobierno a los del Partido Popular . El caso Gürtell- Bárcenas, en sinergia con el de Urdangarín y tantos más, hace del todo casi imposible el mantenimiento del sistema. Ninguna fuerza inteligente quiere resucitar a un muerto, cuando un sistema  joven y robusto espera una vez hechas las pacíficas exequias.

  Hay que recordar que, lo que retorna, con frecuencia lo hace con una mueca de hastío o fastidio o con la cínica sonrisa al ver que a ti te va aún peor.

Así miraba Rajoy a Rubalcaba.

Lo mismo que Rubalcaba a Rajoy, con hastío.

¿Y cómo miraban a Durán y Lleida? El solemne maestro de ética, el gran aleccionador, ilusionista de buenas razones que, a pesar del fango, sigue ahí creyéndose que lleva impolutos los zapatos.

¿Y Cayo Lara? El republicano que permitió que Urdangarín lo adelantara como promotor de la 3ª República. El fulcro de quien haga falta, lo mismo en Extremadura, que en Andalucía, que en el País Vasco.

¡Ah!, y la ínclita Rosa Díez, nacida ayer para la política. Sin ningún pasado y con un presente que está en las hemerotecas.

Zoilo Caballero Narváez


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